En la construcción de un imperio, cualquier imperio, hay tres elementos que son elementales: la religión, la música y la comida. Posteriormente viene la reproducción, pensando que ésta es más excluyente y requiere de rituales que generalmente no incluyen a toda la comunidad, aunque en algunos casos lo hace. Apropiarse de las ideas religiosas de una cultura implica sin duda alguna su transformación, desintegración o destrucción, según sea el tipo de apropiación. 

La música tiene esta cualidad de ser un lubricante social que abarca desde niñxs hasta ancianxs, pasando por adolescentes y adultxs, además de los estados intermedios de la condición humana. 

Al ser una forma de maná sonoro, la música se impregna en la consciencia e inconsciente colectivo e individual, y genera lazos de estrechez o hermandad entre pares. Tal es el caso de las marchas de guerra romanas, de los himnos nacionales, de la música posterior a la guerra de Vietnam o el famoso “Jingle Bells”, que resuena en todo el mundo como el eco conquistador de una nación que se dedica a autopromocionarse a falta de una historia añeja que represente a todos sus colectivos y minorías sin mandarlos a vivir a las esquinas de las grandes ciudades y, por supuesto, de los libros de historia. 

Por otro lado, la comida también es un espejo de la vida nacional de un país o Estado nación. Un chile en nogada, un champurrado o un pan de muerto con cajeta de camote o sin ella son ejemplos claros de este tipo de conquista que alcanza lugares más lejanos que una espada, una bala o una bomba. 

Repertorios clásicos de sala diseñados para mecenas y sus compadres, pinturas y retratos de aristócratas y esculturas de reyes son sólo recordatorios de esta propaganda que no funciona sin un vehículo irrompible y por supuesto, trascendente a través del tiempo y el espacio: la música.